El entenado es una novela del escritor argentino Juan José Saer publicada en 1983. Narra las peripecias de un joven que, con tan solo quince años, zarpa a una expedición a América y es capturado por una tribu de aborígenes caníbales. De ahí el epígrafe que encabeza la obra, del historiador griego Heródoto: «más allá están los Andrófagos, un pueblo aparte, y después viene el desierto total» (andrófago, o antropófago, es el término griego para designar a quien come carne humana). El texto está narrado en primera persona por el protagonista en su vejez, varias décadas después de lo ocurrido. Ni su nombre ni su nacionalidad trascienden. Puesto que se menciona que América fue descubierto hace unos veinte años, ha de considerarse que los hechos ocurren en algún año de principios del siglo XVI.
El relato comienza con el emprendimiento del viaje en barco que habría de durar unos cuantos meses. El joven protagonista había conseguido un lugar como grumete en la embarcación. El trato que le proferían sus compañeros no era en general muy bueno. En cierta ocasión admite haber tenido relaciones (homo)sexuales con ellos y haberlas difrutado. Al capitán de la nave se lo describe como un hombre de pocas palabras y a menudo absorto en sus propios pensamientos. Saer se ocupa de caracterizar su personalidad en reiteradas ocasiones.
Tras el largo viaje en altamar el buque llegó, por fin, al destino que, según ellos creían, era la India. Ansiosos por tocar tierra firme, gran parte de la tripulación descendió a las costas de aquel lugar paradisíaco, donde pasaron la noche. El joven hizo lo mismo. A la mañana siguiente, despertó en medio de una discusión entre dos grupos de marineros. La tripulación había caído en la cuenta de que no se trataba de la India sino de una tierra desconocida. Algunos marineros insistían en recorrer el lugar a pie, otros alegaban por regresar al barco y continuar. El capitán tomó la decisión de embarcar nuevamente y costear el lugar. Tras unas horas de viaje, atravesaron un río e ingresaron al continente a través de una de sus tantas ramificaciones. Pasaron la noche en la embarcación y a la mañana siguiente descendieron a recorrer el lugar. Caminaron varias horas y decidieron retornar al atardecer. Justo antes de llegar a la costa donde se encontraba la nave, el capitán se detuvo para decir unas palabras a su tripulación. Su discurso fue el siguiente: «Tierra es ésta sin…». Antes de que pueda decir algo más, recibió un flechazo que le atravesó la garganta. En seguida el protagonista advirtió que sus compañeros habían sufrido la misma suerte que el capitán: yacían todos, salvo él mismo, flechados muertos en el suelo. Unos indios salieron rápidamente de los alrededores y lo tomaron prisionero, no sin antes recoger los cadáveres.
El protagonista fue llevado a la aldea donde vivía esta tribu de indios desnudos y de piel oscura. La comunidad vivía en una isla en el interior del continente. Había hombres, mujeres, ancianos y niños. El trato que le daban era muy bueno. Cada vez que un indio lo veía le decía: «¡Def-ghi!». Era lo único que podía reconocer de aquella lengua desconocida. Cuenta que la primera noche como nuevo miembro de la tribu fue para él como nacer otra vez. Al día siguiente notó que un grupo de indios construía tres grandes parrillas, evidentemente para cocinar los cadáveres de sus antiguos compañeros. Impresionado, intentó escapar: corrió un largo rato hasta que su cuerpo lo obligó a desistir de su huída. Pronto reconoció que no había ningun lugar adonde dirigirse, razón por la cual los indios tampoco se molestaron demasiado en traerlo de regreso. Así es que al cabo de un rato volvió a la aldea por su propia voluntad.
La cocción de los cadáveres formaba parte de un ritual que la comunidad aborígen parecía esperar con ansias. Los cuerpos fueron cuidadosamente desmembrados y condimentados y poco a poco colocados en las parrillas. Mientras tanto, otros indios traían grandes vasijas con alcohol. Cuando la comida estuvo lista, los asadores empezaron a repartir pedazos de carne entre los miembros de la tribu, que se acercaban a los empujones para recibir su ración. Todos los indios participaron del banquete, salvo los asadores y otro grupito que el protagonista luego reconoció como quienes habían flechado a la tripulación el día anterior. Estos últimos lo invitaron a un fuego que se desarrollaba aparte, donde le convidaron pescado. Tras regresar a la parrillada, observó que ya casi toda la carne había sido consumida. Los indios, satisfechos, empezaron a quedarse dormidos poco a poco y la calma se apoderó de la tribu. Al despertarse de la siesta, comenzaron a acercarse sedientos a las vasijas para rellenar su recipiente. Los efectos del alcohol se dejaron ver con rapidez. Comidos y bebidos, fueron dando inicio poco a poco a la parte final del ritual. El joven pudo ver cómo una mujer se abrió de piernas e intentaba lamerse sus propios pezones. De pronto un muchacho se acercó con su miembro erecto y empezó a penetrarla por detrás. Así, toda la tribu desahogó su deseo sexual en una gran orgía: hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, padres con hijas, madres con hijos, masturbación: nada estaba prohibido. Entre la comida, la siesta, la borrachera y la gran orgía, pasó un día entero. Al día siguiente, tal vez producto de la ingesta de carne humana, muchos habían muerto, otros yacían enfermos.
Con el transcurso de los meses, quienes lograron sobrevivir a tan abominable ritual poco a poco se reincorporaron a sus tareas habituales. Acabó el verano, pasó el otoño, el invierno, la primavera, y finalmente para el año siguiente, más o menos en la misma época, el ritual volvió a comenzar. Año tras año los indios asesinaban un puñado de hombres de tribus vecinas para comérselos, sin olvidarse de secuestrar a uno de ellos para que fuera testigo de toda esa vorágine. A los pocos meses lo ponían en una canoa llena de provisiones y lo liberaban para que contara a sus congéneres lo que había vivido entre los antropófagos. Hacia el final de la novela el protagonista aclara cuál fue la razón por la cual él había sido retenido tantos años: simplemente no sabían a dónde debían regresarlo. Cuando, con el paso de los años, los indios vieron merodear soldados europeos por aquellas tierras, el protagonista sufrió la misma suerte que los otros testigos: lo pusieron en una canoa y lo mandaron río abajo. Mientras lo cargaban en la embarcación y a medida que se alejaba de la costa, los indios de la tribu le hacían todo tipo de ademanes para que él los recordara.
Tras navegar por unas cuantas horas, sin saber en absoluto hacia donde dirigirse, bajó en una playa y se echó a dormir. Fue despertado y rescatado por un soldado europeo. El joven intentó explicar todo lo que había vivido, pero le fue muy difícil pues había olvidado su lengua materna. Fue interrogado por el soldado respecto de dónde se encontraba el caserío de los indios y, por medio de señas y otras expresiones indirectas, logró indicárselo. Luego fue subido al barco y zarparon de regreso a la madre patria. Mientras se alejaban del continente, junto al barco se observaban cuerpos flotando producto de la batalla que se habría librado entre los soldados europeos y los indios. Eran más los cuerpos de los indios que de los soldados. Durante el viaje de regreso, el protagonista estuvo bajo el cuidado del cura del barco, y poco a poco fue recordando su lengua materna.
Al llegar al continente, fue depositado en un convento bajo el cuidado del padre Quesada. En ese lugar permanecería durante varios años. El padre le enseñó a leer y escribir, las lenguas latinas y griegas, pero sobre todo le dió el afecto que nunca había recibido en su vida. Cuando Quesada falleció, se marchó del lugar y vivió de la mendicidad y de trabajos esporádicos y subalternos durante unos años.
Una noche, en un comedero, entabló conversación con un grupo de actores itinerantes. Le propusieron unirse a su compañía y, no teniendo nada mejor que hacer, aceptó sin mucho entusiasmo. La compañía era liderada por un viejo y su sobrino, junto a unas mujeres que, además de actuar, «putañeaban» de vez en cuando. Puesto que el viejo era muy conversador y predispuesto a escuchar, el protagonista un día le contó lo que había vivido. La famosa historia del joven secuestrado por nativos americanos era harto conocida en el continente. El viejo vió una gran oportunidad comercial y le propuso que redactara un guión con su historia para ser representada, en la cual él mismo representaría su propio papel. El protagonista accedió, teniendo buenos conocimientos de las lenguas y la poesía adquiridos durante su estancia en el convento, y escribió una gran obra que fue muy aplaudida por el resto de los actores, pero que, aclara, no tenía ni un ápice de verdad ni se acercaba en lo más mínimo a lo que había experimentado durante tantos años en la tribu. Nada de esto importaba: empezaron a representar la obra en diversos lugares y fue un éxito rotundo. Fueron llamados por las cortes más importantes de Europa. La compañía ganó muchísimo dinero. Durante esos años una de las actrices de la compañía quedó embarazada varias veces y tuvo tres hijos: dos varones y una niña. Él se fue encariñando con los pequeños y les enseño a leer y a escribir. Una noche la madre fue apuñalada por uno de sus amantes. Tras estos episodios, el protagonista, teniendo ya una gran suma de dinero, decidió dejar la compañía y llevarse a los pequeños que consideraba como sus propios hijos.
Se instalaron en una casa tranquila en la ciudad. Pasaron los años, los pequeños crecieron, tuvieron hijos y hasta ñietos. El protagonista (que, recordemos, es quien narra los acontecimientos), ya envejecido, se dedica todas las noches, tras la cena, a escribir sus memorias. Las últimas páginas del texto, alrededor de cuarenta, traen a colación algunas anécdotas más de la vida del protagonista cuando estuvo cautivo en la tribu y se dedican principalmente a hacer una interpretación de tinte existencialista sobre lo que ocurría en aquel lugar tan extraño y en especial sobre el ritual que se repetía año tras año.