Resumen de La alegoría de la caverna (Platón)

La alegoría de la caverna es un diálogo de la obra platónica República, en el que Sócrates invita a imaginar, a su vigoroso oyente Glaucón, tres hombres que desde antaño habían vivido en una caverna sujetos desde sus extremidades y cuellos por fuertes cadenas. Frente a ellos no residía más que un gran paredón, única visión posible desde su perspectiva, dadas sus ataduras. A sus espaldas reposaba una suerte de tabique y, detrás de éste, un fuego ardía constantemente. A diario circulaban y hablaban un enjambre de personas, en un punto medio entre el fuego y el tabique, que transportaban figuras y esculturas de animales y otros individuos de modo que, por la luz que emitía la llama, sus sombras se proyectaban frente a los encadenados en los confines de la caverna; no así la de los transeúntes, que eran interceptadas por el tabique.

Sócrates concluye, entonces, que los presidiarios habrían de creer que dichas voces correspondían en realidad a las figuras de los animales, pues no accedían a otras sombras más que a las de aquellas esculturas, que incluso daban por reales.

A continuación, consideremos que uno de ellos es liberado y arrastrado forzosamente a la superficie. Llegado allí, por haber permanecido durante eones en las tinieblas, indudablemente la luz del sol lo encandilaría y enceguecería temporalmente, de modo que no podría percibir un mundo que desconocía. Por esta misma razón, querría volver de inmediato a su antigua y oscura morada, en donde su visión permanecía intacta. No obstante ello, fue obligado a habitar en la superficie hasta tanto sus ojos se hayan acostumbrado y se encuentren aptos para percibir con claridad los objetos a plena luz del día. Llegado este momento, reflexionaría y concluiría que todas las cosas que creía conocer no eran más que sombras e imitaciones de un mundo que había permanecido oculto para él y sus congéneres. Sus grandes ansias de regresar a aquella caverna se habrían esfumado, y recordaría con aflicción a sus antiguos compañeros que, creyendo conocer algo, discutían y deliberaban en una completa ignorancia.

Si hubiese de regresar e intentase convencer a los demás presidiarios que sus conocimientos eran meras proyecciones, lo creerían un mentiroso y, si pudiesen, lo matarían. No solo eso sino que lo tomarían por loco, pues su visión adepta a la luz se habría obnubilado entre tanta oscuridad, y no podría siquiera observar las sombras que antaño claramente contemplaba.

La enseñanza capital de la alegoría radica en que aquel hombre es el individuo con facultades filosóficas, que logra desembarazarse de las cadenas de las meras opiniones del vulgo, en fin, de la ignorancia, para contemplar las verdades absolutas: los conceptos de bien, justicia, belleza, etc. Por esta razón el filósofo, según la teoría política de Platón, es necesariamente quien debe gobernar la polis.